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Primavera Sound 2016. Viernes 03.06

04/06/2016

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Sería un error pensar que esta nueva edición del festival barcelonés ha venido precedida de la polémica (controlada y localizada) generada por los 3 artículos escritos por Nando Cruz para El Confidencial y que parecían tener como único objetivo desacreditar a un festival convertido en potencia mundial y más concretamente a Gabi
Ruiz, co-fundador del Primavera Sound y una de las caras más reconocibles de la organización. La anécdota, muy meneada en redes sociales y grupos de whatsapp de personas que tenemos un papel más o menos activo dentro de la música española, no podía hacer sombra a lo verdaderamente importante: un evento que vendió todas sus entradas con meses de antelación, una producción y logística a la altura de cualquier olimpiada y un cartel quilométrico, plagado de artistas relevantes con una altísima capacidad de hacer disfrutar a cualquier insensible que decida ponerse delante de ellos durante tres compases seguidos.

Vaya por delante que escribo esta pequeña columna sin estar acreditado por el festival para tal fin, sin segundas intenciones y sin querer transmitir más mensaje que el de un tipo que se acerca a los 38 años, que lleva acudiendo a conciertos desde los 14, y que lucha contra sí mismo para seguir encontrando en un directo ese momento revelador y transformador que siempre ha tenido la música, huyendo de las contaminaciones que suponen el conocimiento, la experiencia, la moda o el cansancio. Mi pulsera es de abono, de pago, y no tengo otra función en esta edición del Primavera Sound 2016 que tratar de disfrutar de uno de los fines de semana más musicales de la temporada.

Por eso mismo, y ante tanta crítica, siempre es una buena señal encontrarse con los mismos trabajadores de producción, los mismos expositores o los mismos periodistas, año tras año: Manu Moreno (también viola en Autumn Commets, que tocaron el jueves), Frank Rudow y su pareja Laura, Nuria de Minimúsica, Alfredo Arias de Rockdelux o Dani Arasanz, director del increíble documental de La Banda Trapera del Río y que me lo encontré por casualidad en la zona de validación de pulseras. Sé que hoy me encontraré con otros nombres, otras caras, amigos que siguen vinculados laboral y espiritualmente al Primavera Sound. Y eso está bien, como decía, porque es una buena señal.

A las 18:15 no tenías que esperar ni un solo minuto a cambiar tu pulsera, ni tan siquiera para entrar al recinto. El flujo del público es ordenado, limpio, sin incidencias; todo funciona. Es la primera vez que vengo a este festival sin ser músico, o periodista, o sponsor, o agencia de activación, o enlace de prensa con alguna banda: soy público general. Accedo al recinto por donde accede el público. No tengo descuentos, no tengo atajos, no tengo zonas VIP ni escondites secretos: pertenezco al público que luego cuentan para las estadísticas. Incluso ya he participado en la encuesta que un voluntario de la organización me pidió amablemente que rellenara mientras me comía una hamburguesa vegana (con el peor pan del festival, ya es mala suerte), en la zona de avituallamiento masivo y que, en un golpe fortuito de memoria, me hizo recordar cuando en esa zona había escenarios (qué cosas). Soy la cara sin rostro ni nombre del festival: la masa que mantiene esto vivo. Su razón de ser.

Lo primero que hice fue darme una vuelta por todo el recinto, para certificar los cambios con respecto a la edición inmediatamente anterior. Una vuelta de reconocimiento incompleta e interrumpida por saludos, abrazos y por no-sabía-que-venías. No suena bien decir que no he hecho ningún esfuerzo por encontrarme con nadie, ni tan siquiera a los que avisé que finalmente venía. Me apetecía estar solo, tomarme una cerveza solo, ver los puestos de discos solo, comprar algún libro solo, mirar a la gente a solas, sin comentar nada. Y así estuve hasta que decidí que quería ver a Marta y a Celso. El móvil funciona, especialmente antes de la caída del sol. Dijimos de ir a ver Beirut juntos, mientras por las pantallas retransmitían lo que sucedía 500 o 600 metros más allá: Savages dándose un buen baño de masas. Y pienso en lo maravilloso que es que un grupo como Savages tenga a 20.000 personas delante, escuchando y disfrutando. Creo en la capacidad de la gente y creo en que, por lo general, las personas no somos idiotas: estoy convencido de que cualquiera que decidiera ayer dejarse convencer por estas cuatro chicas de Londres, aprendió algo valioso. Me gusta esa forma de feminismo en el que pensaba mientras las veía tocar: el que demuestra que se puede militar en un grupo de post punk femenino y no hacer apología de la fragilidad, sin perder ni un solo átomo de feminidad. La francesa Camille Berthomier es heredera de la tradición de lideresas al frente de bandas de rock cuya actitud es vital para dar pasos al frente en cuestiones de género, sin caer en tópicos, y te obliga a hacer el ejercicio de no mirarla porque es una mujer, sino porque es una apabullante intérprete. Su mundo tiene lo mejor de todos los mundos: el punk, la contestación, la elegancia, la precisión, la caricia y la patada. Lo de ayer debió de ser importante para ellas, porque el gesto de sus caras al terminar el concierto hablaba mucho más que cualquier despedida.

El rato que vi a Beirut, lo disfruté. Me gustan los grupos diferentes que te recuerdan a cosas de otras escenas, de otros lugares. Mi cabeza, sin embargo, me pedía ir a colocarme bien para ver a Radiohead. Me despedí de Marta, Celso y Papo, sabiendo que iba a ser prácticamente imposible volverlos a ver esa noche, porque cuando tienes casi 38 años sabes algunas cosas antes de que pasen.

Así que salí de las primeras filas de Beirut con la esperanza de estar cerca del escenario en Radiohead. Sabía que solo tendría la oportunidad de elegir una vez, que no tendría posibilidad de alterar el plan: elegí derecha, porque en la izquierda está la grada VIP y el tráfico de gente, sumado a la contaminación lumínica (algo que pasa desapercibido para muchos organizadores de conciertos y festivales) es atroz. Quería ver a Radiohead lo más ajustado posible a como quieren ellos que les veamos, que intuyo que será algo así como en silencio, con algo de espacio vital, a oscuras y con visión completa del escenario. Ayer solo conseguí una de estas cuatro premisas, pero me doy por satisfecho.

A las 21:10, hora y cinco minutos antes de la hora de actuación, lo más cerca que me pude colocar del escenario fue a unos 25 metros escorado a derecha, justo donde la barricada anti avalanchas que corta al público por la mitad. No era mi mejor opción pero, visto lo visto, estaba lejos de ser la peor.

Tengo un talento que se renueva mensualmente para situarme siempre detrás de la persona más alta que haya en ese momento en el festival. Tampoco fallé esta vez. Además llevaba gorra, con lo que aumentaba dolorosamente la zona que tapaba del escenario. Me moví en diagonal hacia fuera y pasé de tener delante al pívot del Primavera Sound a tener a un grupo de cuatro italianos con pulsera de viernes (y que deduje que solo habían venido a ver a Radiohead). Me valía con eso. Estaba solo, me quedaba poca batería en el móvil, iba dando largas a mis amigos que han venido de Hamburgo y a los que todavía no he visto. No tenía ni tan siquiera una cerveza, pero tampoco la eché de menos. Me pasé la hora de espera intentando escribir mentalmente una letra para una nueva canción de The Secret Society que ya está grabada y pensando en el trabajo. Soy el responsable de Comunicación y Marketing de una empresa que organiza festivales, por lo que todo aquello también me estaba sirviendo en el plano laboral.

No me considero fan de Radiohead y estoy muy lejos de su radio de acción, pero siempre he tenido interés por ellos. He ido escuchando sus trabajos de manera desordenada (ayer solo reconocí 4 ó 5 canciones que intuyo que son hits planetarios porque todo el mundo cantaba hasta perder la voz) y ni tan siquiera sé el nombre de su guitarrista, el del flequillo moreno. Sin embargo, leo todas sus entrevistas en la prensa, sé que siempre están inventando movidas, que están en permanente estado de alerta contra la industria discográfica tradicional y que Thom Yorke es un tipo listo y escurridizo al que envidio por muchas cosas, entre otras porque entiendo (quizás no sea así, pero lo parece) que hace lo que quiere, cuando quiere, desde hace mucho tiempo. A pesar de todo, poseo físicamente al menos la mitad de su discografía y algún maxi en vinilo de Pyramid Song que encontré una vez por 2 € en una tienda de París y que compré pensando en que era mejor tenerlo que no tenerlo y que creo que he escuchado una vez.

Por resumir: soy un interesado en Radiohead que nunca ha profundizado en Radiohead. Esta era la tercera vez que los veía. La primera vez fue en el FIB del año 2002 y la segunda en la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid en 2003, con Low de teloneros (fue eso lo que me decidió a comprar la entrada). Es probable que, dentro de no mucho, trace un plan para conocer mejor a Radiohead, igual que hice con Bob Dylan y con Leonard Cohen: compraré todos sus discos, sus DVDs y los 3 ó 4 libros que digan que haya que leer; repasaré entrevistas y atenderé con más detalle a sus letras. Todo está ahí y lo puedo hacer cuando quiera.

Cuando supe que venía a Barcelona, supe también que no quería que el concierto de Radiohead únicamente me rozara, porque desconozco cuántas más veces voy a poder verles en el futuro, teniendo en cuenta su escasa actividad en directo en los últimos años. También supe que esta decisión implicaría estar solo la mayor parte del viernes, porque no había sido consensuada con nadie y porque la gente con la que vengo tiene otro plan que perder hora y cuarto sin hacer nada, delante de un escenario vacío, a la espera, y pasar luego otras dos horas en el mismo metro cuadrado, sin bebida, probablemente sin cobertura y pensando que, a la vez que Radiohead, Dinosaur Jr están en otro escenario y Tortoise en otro más allá. No pasa nada.

Por mi aspecto, dentro del recinto paso por alguien de habla no hispana. Por eso se entiende que la pareja de mexicanos jóvenes y calientes de mi derecha, al pensarse rodeados de extranjeros, se dijeran a la cara y sin bajar mucho el volumen, cosas como: “Quiero que la próxima vez que nos bañemos juntos, me orines encima”, o “tengo la verga bien dura, mi amor”. Yo iba todavía con gafas de sol: eso me ayudó a no querer mirar.

Puse el móvil en modo avión porque no quería saber dónde estaban mis amigos.

Salieron Radiohead y todo lo que sucedió después lo entendí de una manera diferente al resto, como seguro que pensaron cada una de las miles de personas que acudieron al concierto. Eso es lo interesante de momentos como ese: que lo que sucede tiene tantas interpretaciones como personas lo observen. La memoria es un recinto complejo y la mía no funciona diferente. Me acordé de mi hermano Yago, me acordé del FIB de 2002, de alguna expareja, de entrevistas que había leído con Thom Yorke. Me acordé de un paseo de 4 horas por Buenos Aires, antes o después de la boda de Yago, con cuatro o cinco discos Radiohead en random, en un iPod que tengo despistado entre Murcia y Madrid, y de la tremenda tormenta que empezó a caer justo cuando pasaba por el Luna Park y cuya marquesina me sirvió de refugio durante al menos una hora porque no iba preparado para hacer frente a una tormenta sudamericana. Recordé viajes a París cuando Yago vivía allí, en una azotea diminuta en République. Me acordé de un tipo que iba a mi clase de la universidad y que, a mediados de los 90, cuando copiar un CD era un trabajo entre imposible y heroico, le regaló a su novia una versión hecha a mano de The Bends o de Pablo Honey que cuando la vi me pareció la cosa más horrorosa del mundo. Me acordé de ver el Kid A en las estanterías de Other Music, la tienda de Manhattan que cerrará este mes y a la que acudía en 2002 cuando no tenía dónde caerme muerto y tenía todo el apetito disponible para alimentar mi curiosidad por la música.

Y así fue pasando el concierto: cada canción iba pellizcando un recuerdo, una imagen, un viaje, una experiencia, una persona, una época de la vida, sin la necesidad de que esas canciones hayan formado parte de mi biografía al nivel de otros grupos que sí lo han hecho. Iba preparado y quería hacerlo.

Como era de esperar, hubo momentos para todo: para la comunión y para el silencio; para la admiración y para el tedio. Hubo momentos para pensar en la grandeza del pop como agitador de corazones y para pensar en la tecnología. Hubo suavidad y hubo acumulación. Nada que me sorprendiera y, precisamente por eso, nada que rechazara. Estoy cansado de ver conciertos en salas pequeñas, con sonido limitado, con el tintineo de los botellines de cerveza y la gente hablando. Quería la fuerza de un 747 dándome en la cara junto con una producción audiovisual millonaria. Y la tuve. Tuve justo lo que quise.

Dos horas después sonó Creep, que yo pensé que ya no tocaban y que escuché por primera vez en Atlanta, en el verano de 1997, porque en la MTV la pasaban más de 10 veces al día y era imposible no toparse con ella. Siempre me pareció una canción hortera, con intención de confesional pero ligera y sin maldad, que si no llega a estar interpretada por un pelirrojo medio deforme, no hubiera significado nada en la música contemporánea. Lo que más me gustó ayer de esta canción fue la reacción que provocó en toda la gente de mi alrededor: había gente besándose, otros cerrando los ojos y levantando la barbilla y otros tirándose cerveza encima. Todo el abanico de emociones festivaleras concentradas en 4 minutos.

Se fueron después de dos bises porque el Primavera Sound tenía que continuar. Según una de las pocas leyes de la Física que todavía recuerdo sin tener que mirar un libro y que dice que todo lo que entra, tiene que salir, el atasco para alejarse del Escenario Heineken era igual o superior que el que había para llegar. Estropeé mis zapatillas en el intento. Con un 3% de batería, tuve el talento de comunicarme con todo el mundo que quise y encontré a Perico y a Lys justo delante de la torre de sonido del concierto de The Last Shadow Puppets que acababa de empezar y que acabamos viendo de principio a fin. Me vino bien aquello para descomprimir la intensidad sintética y angustiosa de Radiohead, porque el grupo de Alex Turner y Miles Kane es exactamente lo contrario que la banda anterior: alegría, broma, jolgorio, sexo, adolescencia, melodía pop, canallesca, colegueo, pose, postura, moda y clase. Sorprende y fastidia que haya gente en esta tierra capaz de tener dos grupos tan diferentes como Arctic Monkeys y The Last Shadow Puppets y que ambos triunfen y hagan todo bien. El único riesgo que tienen es que llevan tan lejos (pero tan lejos) actitud bromista y chulesca, que habrá gente que no se fije en sus canciones. Y sus canciones son, de verdad, una jodida maravilla. Se las saben todas, especialmente Turner, y se pasea por el escenario como un actor de teatro en plena cumbre de su carrera. No es el grupo en el que me gustaría tocar, pero les veré siempre que tenga oportunidad. La música británica sigue siendo una apuesta segura: ayer solo vi a tres grupos y los tres son de allí.

Hoy querré volver a repetir el ejercicio que hice con Radiohead, pero esta vez con PJ Harvey. Mañana cuento qué tal.