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The Cure en Madrid: la visita al museo.

21/11/2016

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El valor actual de The Cure en un hipotético Mercado de Valores Musicales reside en lo que fueron en el pasado, no en lo que son hoy. El repertorio de sus conciertos desde que editaran Bloodflowers (Fiction, 2000) -el último disco que contenía canciones realmente interesantes y que los  más entusiastas determinaron que cerraba una trilogía imaginaria junto con Seventeen Seconds (Elektra, 1980) y Pornography (Elektra, 1982)-, no es muy diferente de una visita a un museo con obras destacadas, pero que lleva muchos años sin renovar ni añadir nada significativo a su colección.

Ayer, como un miembro más de esa representación a escala de la sociedad que es el público de pista en todos los conciertos multitudinarios, me di cuenta de algo importante: The Cure no han renovado su público en nuestro país. Y no es una cuestión únicamente achacable al excesivo precio de las entradas de sus recitales (84 € la entrada general), sino a que la propia naturaleza de la banda les ha convertido en invisibles para los menores de 35 años: llevan 8 años sin sacar un disco (17 sin sacar un disco aceptable) y, a pesar de que han sido cabezas de cartel de los principales festivales peninsulares (BBK, FIB, Primavera Sound) y de que lo pueden seguir siendo incluso si no volvieran a publicar un disco nunca más, lo cierto es que a The Cure ya se les mira como se miran las obras de arte en el siglo XXI: mitad sin sorpresa, mitad con desgana, y siempre con el móvil en la mano. Porque lo más importante de las exposiciones de hoy en día no es lo que te hacen sentir o lo que aprendes con la experiencia, sino que todos tus amigos sepan que vas a museos. Porque los museos, igual que The Cure, siguen siendo una buena vara de medir tu sensibilidad, tus intereses y, en último término, tu conocimiento.

Detengámonos un segundo en el detalle del teléfono móvil, porque ahí reside mi teoría sobre la invisibilidad de The Cure para las nuevas generaciones que, sin embargo, sí son devotos seguidores de decenas de bandas que tienen a The Cure como principal influencia (si no les roban directamente las melodías): el grupo que lideran Robert Smith y Simon Gallup son el perfecto ejemplo de cómo una vida que no se refleje en el mundo digital es una vida que solo existe para unos pocos (y normalmente entrados en años). Una cuenta en Instagram (no verificada) que parece ser la oficial, solo tiene 4 posts, apenas 5800 seguidores y no comunica nada desde el pasado 8 de febrero, hace casi un año. En Twitter, la cosa mejora un poco, pero no demasiado: más de 67.500 seguidores, solo siguiendo a una cuenta (la de Robert Smith, sin verificar y sin actividad), y una frecuencia de posteo realmente pobre -sus últimos 4 tuits son del 30 de septiembre, 31 de agosto, 10 de agosto y 10 de junio-. Facebook es, igual que sucede con la mayoría de artistas, la principal red social, con más de 6,6 millones de seguidores. Sin embargo, la actividad tampoco es cardíaca en su perfil: llevan sin postear nada desde el 30 de septiembre.

En YouTube, plataforma líder indiscutible para el consumo de música en streaming, los resultados que obtenemos están lejos de atisbar cierto movimiento: el vídeo más moderno subido a su perfil (que ni tan siquiera está personalizado estéticamente) tiene ya 1 año, el segundo vídeo más móderno tiene 6 años y los suscriptores de su cuenta apenas llegan a 213.000 –frente a los casi 2 millones de Metallica, por poner un ejemplo-. La forma de utilizar estas herramientas se limita así a poner los objetos en el escaparate y a esperar haciendo otras cosas a que entre algún cliente despistado y se lleve algo que, como mínimo, ya lleva años expuesto.

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Por terminar con este repaso superficial a la vida digital de los británicos, su web oficial está desactualizada (en el apartado de News, lo más nuevo es de junio de este año), algunos links rotos (el de Photos, por ejemplo) y ni tan siquiera parece que ellos estén involucrados (los logos del footer los delatan). Ante este panorama, y contando con que la juventud de este país no lee medios ni musicales ni generalistases prácticamente imposible que una persona de 25 años, sin hermanos mayores o padres con afición musical, se cruce con alguna de las canciones de The Cure que, sin embargo, mantienen intactas el poder de atracción, la belleza y la magia que conquistaron tantísimos millones de corazones hace ya 30 años en todos los rincones del planeta. «Las modas cambian», dirán algunos. Pero no creo que sea una cuestión de modas: es una cuestión de posición. La gente consumimos lo que vemos, porque no tenemos ni tiempo ni tradición de investigar. Somos consumidores, no investigadores. Y a The Cure solo les adoran los que los conocen. La calidad es algo que no caduca y que no está sujeto a modas. Pero hay que saber venderla. De este modo, los seguidores de The Cure no son vistos como exquisitos, sino como nostálgicos. Y la nostalgia es una prenda incómoda, la mayoría de las veces.

Por contextualizar un poco la hipótesis: ¿Qué bandas o artistas del estatus de The Cure han conseguido renovar a su público gracias a una cuidada estrategia de comunicación y a una presencia continuada tanto a la hora de editar nueva música como a la hora de re-empaquetar el material ya existente? Se me ocurren U2, Metallica o The Rolling Stones. Incluso diría que Madonna. Y seguro que hay muchas más. Y esto es crucial para entender cómo son percibidos estos artistas por el público general, no solo por su público.

Ayer a medio día me sucedió algo que quizás tiene mucho que ver con todo esto: mientras iba a comprar algo para comer, con el paraguas abierto y la playlist de The Cure que decidí compilar en Spotify como ejercicio preparatorio para el concierto de por la noche sonando cómodamente en mis auriculares, me crucé con Zahara (la artista) y su marido, Alberto Moreno («Alberto Moderno» en redes sociales y director de GQ.com), al que no tenía el gusto de conocer todavía. Me alegró mucho verla después de un tiempo y saber que somos casi vecinos. El caso es que mientras hablábamos de sus conciertos en Barcelona para cerrar la gira de su último disco, Santa (G.O.Z.Z. Records, 2015), de The New Raemon -ella es fan y yo su amigo- y de algún asunto doméstico sin demasiado recorrido, les hice saber mi plan de ir al concierto de The Cure esa noche. Con extrañeza, Alberto dijo: «¿Pero The Cure es como muy antiguo, no?». Contesté: «También lo es la Catedral de Burgos y sigue recibiendo visitas todos los días». Supongo que se entiende el apunte. The Cure están justo ahí para mucha gente: en los cajones donde guardamos las cosas viejas e inservibles, pero que nos negamos a tirar.

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El concierto de ayer no cambiará la vida a los que ya hayan visto a The Cure en anteriores ocasiones y con formaciones mucho más interesantes que la de ayer (me sigue sorprendiendo la aparente desidia con la que Robert Smith y Simon Gallup fichan a sus compañeros de banda, dejando a un lado el currículum de Reeves Gabrel y Roger O’Donell, guitarra y teclado respectivamente, o que Jason Cooper lleve 20 años en The Cure -siempre echaremos de menos a Boris Williams-), ni creo que marque para siempre un antes y un después en la vida de los que se bautizaron anoche por primera vez en el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid -lo siento, me niego a llamarle con el nombre del banco que le han puesto temporalmente-, pero tuvo espejismos de emoción y espacio para recuerdos imborrables mientras sonaban Pictures Of You, Just Like Heaven, One Hundred Years, Lovesong y mi segunda canción favorita de todo su repertorio, From The Edge Of The Deep Green Sea, con Robert Smith alterando la melodía para ajustarla a su edad y sus posibilidades. Faltó Charlotte Sometimesmi favorita de todos los tiempos, que sí tocaron en Montpellier (Francia), el viernes pasado.

The Cure han dejado de hacer canciones interesantes, es verdad, pero todavía se aprende más de la vida en una canción clásica de The Cure que en muchas carreras universitarias. Y quizás por eso sigamos yendo a visitarles cada vez que acampan cerca.