El otro día Max y yo fuimos a buscar a mi hermana a la salida del trabajo. Hamburgo no es muy grande, pero casualmente el nuevo trabajo de Patricia está justamente al otro lado de la calle de la primera casa que tuvo en la ciudad, en Johannes Brahms Platz. Fuimos a hacer algunas compras domésticas y nos subimos en un autobús de vuelta al barrio. En la zona de impedidos y coches de bebés, coincidimos con un señor muy mayor que iba en silla de ruedas y que apenas se movía (no localicé a la persona que sin duda le ayudaba a desplazarse; debía de estar sentado más atrás). Como no cabíamos todos, pusimos el carrito de Max de lado, con lo que ambos campos de visión quedaron conectados. Al cabo de un momento, el hombre pareció salir de su letargo pesado de esperar a la muerte -es lo que hacen todas las personas mayores que no se valen por sí mismas y a los llevan de un lado para otro fingiendo su propio bien- y su cara dibujó una sonrisa de labios pegados que provocó otra serie de gestos en cadena: sus cejas exageradas descubrieron unos ojos claros y brillantes, las orejas se movieron arriba y abajo, su frente se encogió y alargó el brazo, cuya mano era tan estrecha que parecía la punta de una lanza de la Edad de Piedra, y trató de llamar la atención de Max. Lo intentó varias veces hasta que, a la cuarta o la quinta, Max se movió dentro de su coche y le miró fijamente. Entonces, a cámara lenta, el viejo le saludó con unos dedos kilométricos y se llevó la mano al corazón mientras nos miraba a mí y a mi hermana. No sabíamos nada de él ni él de nosotros, pero solo ese gesto validó por un momento el Gran Sistema General de las cosas.
Me quedé pensando. Primero pensé que aquel hombre era judío y que probablemente había sobrevivido a un demoniaco campo de concentración nazi en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Me pasa mucho que cuando estoy en Alemania convierto a todas las personas mayores en judíos supervivientes de campos de concentración. Seguramente este pobre anciano no fuera ni una cosa ni la otra, pero a mí me viene imaginarlo así.
La otra cosa que pensé es en lo terriblemente parecidos que son el comienzo y el final de la vida de muchas personas: únicamente pueden desplazarse con ruedas, gracias a la ayuda de otros, mientras que en su boca no hay ni un solo diente, los ojos se encogen demasiado con la luz y la baba se adivina cada vez que separan los labios para intentar hacer cualquier gesto. Empezamos y acabamos en la misma posición, sin importar lo brillante que haya sido nuestra existencia.
Nos bajamos del bus antes que él. Max no hizo ni el gesto de despedirse. El señor, sí.